La torpeza que se disfraza de simpatía
Editorial | Ajá, te lo dije.
Hay momentos en la política en los que un simple error deja ver más de lo que una larga conferencia podría revelar. Lo ocurrido recientemente con el alcalde de Cajeme, Javier Lamarque Cano, durante su visita a San Luis Río Colorado, es uno de esos episodios que retratan con claridad el fondo detrás de la forma.
Abordado por la prensa local para emitir una opinión sobre el gobierno anfitrión, el munícipe no solo confundió nombres y personajes políticos, sino que en tres ocasiones se equivocó al mencionar el nombre del propio municipio en el que se encontraba. Lo que pudo haber pasado como una anécdota menor, se convirtió en un reflejo de su desconexión con el entorno, y peor aún, de su falta de cuidado en la palabra, esa herramienta que debería ser esencial en todo servidor público.
Horas después, intentando enmendar el traspié, Lamarque difundió un video con un tono pretendidamente humorístico, tratando de reírse de sí mismo para aliviar la torpeza del momento. Sin embargo, el intento terminó amplificando el error. Su gesto, lejos de parecer simpático, resultó desafortunado; y su “aclaración” evidenció una estrategia comunicacional que, en lugar de protegerlo, lo expone al ridículo.
El problema no radica en equivocarse —todos los políticos lo hacen— sino en la superficialidad con la que se enfrentan sus propios errores. En la era de la inmediatez, la comunicación política exige coherencia, autenticidad y prudencia. Cuando la improvisación se disfraza de espontaneidad, el resultado es el mismo: pérdida de credibilidad.
Sorprende que quienes operan su imagen pública no comprendan la naturaleza del cargo que ostenta. Un alcalde no es un comediante en campaña, ni un influencer que busca likes. Tiene, ante todo, la responsabilidad de representar con dignidad al municipio que gobierna. Y cuando utiliza actos públicos en otras regiones para hablar de sus “logros”, el mensaje deja de ser institucional para transformarse en un acto de promoción personal.
En el fondo, lo que se percibe es un intento de proyección política con miras al 2027, una suerte de gira no oficial para posicionarse en el escenario estatal. No obstante, cada aparición pública parece restarle más de lo que suma. Las pifias, los lapsus, la confusión de nombres y el tono desafortunado de sus aclaraciones dibujan a un político con aspiraciones desbordadas, pero sin el temple comunicacional que exige una candidatura seria.
Paradójicamente, quienes deberían cuidar su imagen parecen interesados en exhibir su vulnerabilidad, como si el propósito fuera mostrarlo “tal cual es”. Si esa fuera la estrategia, el resultado es devastador: un liderazgo débil, sin carisma y sin control de su propio discurso.
La política no se sostiene en simpatías forzadas ni en anécdotas virales. Se construye con visión, sobriedad y respeto por la investidura. Si Javier Lamarque busca proyectarse como futuro candidato a gobernador, debería comenzar por gobernar con precisión, hablar con mesura y rodearse de profesionales que entiendan que la risa no siempre es la mejor respuesta.
En Sonora, la gente distingue entre el político cercano y el político errático. Lo que vimos en San Luis Río Colorado no fue cercanía: fue descuido. Y en política, el descuido tiene un costo que ninguna sonrisa puede cubrir.